Ostentaba mi señor padre, allá por los inicios de los sesenta, el cargo de secretario del Círculo Mercantil en el local de la calle Arquitecto Cerdán (más tarde ocupado por el restaurante Hispano), cuando de su mano, siempre suave y destemplada, pisé mi primer café. Era una tarde invernal propia de aquí: fría y con esa humedad desagradable que cala en lo más hondo los huesos. Él, solventaba los asuntos propios de su función sobre un coqueto velador de mármol, y un hombre de aspecto severo, ataviado con esmoquin negro con lamparones, me preguntó qué deseaba tomar. Miré primero a mi padre y después al camarero, fijándome en su manida pajarita roja, le solicité, con todo respeto, un café con leche y un plato de olivas rellenas. El café con leche para entrar en calor y las entonces novedosas olivas rellenas eran la galguería que realmente me apetecía; no sin sorna por parte de los señores allí presentes mis deseos se vieron cumplidos.
Añoro los viejos cafés de la Murcia de principios de los sesenta, su atmósfera densa, sus aromas y el señorío de los camareros. Aquellos bares si que eran bares como Dios manda, amplios, con divanes comodísimos como los del café Santos. Allí estaba Giménez, que atendía el salón superior y tosía para anunciar su llegada y no sofocar a los novios cuando se besaban.
En el Olimpia estaba Juan, antiguo y valeroso soldado, cien veces condecorado, que fue asistente de Franco en sus años de capitán, o puede que de comandante, allá en África. En la Semana Santa solía lucir con orgullo en su pecho sus cruces y medallas de guerra. Se dijo que Franco, en su visita a Murcia en los sesenta, cuando el Cenajo, lo invitó a subir al coche en el que viajaba, al cuadrarse marcialmente el bueno de Juan ante su antiguo oficial.
Había clientes que se pasaban más de dos horas degustando el cafetito y apurando el vaso con bicarbonato en la terraza del Baviera. También los había que además del café o la copa de brandy, pedían papel y pluma para escribir. Sí, porque entonces la gente escribía y cuidaba su caligrafía; incluso otros pedían una guitarra, sobre todo en el Hungaria donde atendía solícitamente Antonio. Allí mismo, un abogado sin suerte y pobre, aguarda la llegada del nuevo rico para que lo convide. El letrado tragará saliva si el ricachón no llega y se cargará de dignidad cuando le diga al barman que se lo apunte. Ya veis, que además de camareros bien podrían ser confesores y dar absolución y consejo como conocedores de todos los vicios, virtudes, alegrías y desgracias del alma humana. Nadie tenía prisa. Todos se hacían amigos enseguida y como si lo fueran desde siempre y para siempre.
Y los camareros conocían a sus clientes, y sabían sus horas, sus gustos, sus conflictos familiares. Y hasta llegado el caso, que llegaba con relativa frecuencia, prestaban dinero. Hubo un camarero tan sentido que llegó a ponerse de medio luto cuando, llamémosle, don Feliciano (tampoco diré el apellido) enviudó, después de tantos años sirviéndoles la copita de Manzanilla La Gitana a la pareja, qué menos podía hacer. Él la siguió enseguida, no pudo soportar su ausencia y el no tener quien le colocara la molesta punta de hernia en su delicado lugar.
En realidad, a uno le parece estar viviendo en un mundo que no es el de uno. Ahora, cuando todo resulta como subversivo, estrafalario y sin fondo, locales con el corazón en un armario, donde nadie habla, ni nadie sabe escuchar.
Miguel López-Guzmán
Periodista, escritor y pintor.
Extraordinaria crónica donde la añoranza y el humor tienen un equilibrio estable