Había que frenar más veces el impulso que nos somete lo cotidiano para mirar a nuestro alrededor y sacar alguna consecuencia de los momentos vividos, sobre todo los buenos, y aunque el “bicho” que nos acomete en estos tiempos de incertidumbre frena muchos de nuestros planes, todavía es tiempo de todo, y gastronómicamente hablando, no iba a ser una excepción.
Es posible que sea una paradoja, incluso una obscenidad para ciertas mesas de poco comer y mucho pensar en comida, escuchar que tenemos de todo, aunque sea a destiempo. Aclarando el concepto, por tener, tenemos tomates, pepinos o berenjenas en enero y rosas rojas en tiempo de nieve, pero no hace tanto mirabas a la mesa y sin ojear almanaque alguno sabías en que estación anual te encontrabas, ya que cada estación del año traía bajo el brazo distintos alimentos, obviamente todos ellos con sus diversas peculiaridades culinarias. Uno de estos alimentos, quizá el estrella, el de su serenísima majestad hasta en los andares, o sea, el cerdo, comenzaba a reinar con benéfica soberanía a partir de su onomástica para adelante. O sea, a partir del día de San Martín. Ya lo dice el refrán: «Cada cerdo tiene su San Martín». Claro que, como siempre pasa, en la viña del Señor hay de todo, y por haber, no todas las mesas españolas podían albergar entre sus manteles el peculiarísimo placer gastronómico de la carne de un cerdo recién sacrificado en sus variadísimas maneras de degustarlo.
Unos cuantos días antes de acudir a la invitación de la matanza de un cerdo, por efectos colaterales que ello conlleva; los que hemos pasado por ese maravilloso dilema recomendamos preparar el cuerpo para el lance, ya que, como todo el mundo sabe, lo que es bueno para el cuerpo casi siempre es malo para el alma. Ya saben, para el alma bioquímica corporal: colesterol, ácido úrico, tensión arterial. ¡Vamos!, la belleza plena de la senectud. Pero vayamos al tajo que un día es un día y seis días media docena. Por lo menos tres días antes de la gran fiesta del cerdo, no sean tontos/as, abusen de la verdura, coman más verdura que un grillo en todas sus vertientes, porque llegado el “D”, día de la matanza del cerdo, les será imposible retraerse a la lujuria de la carne, a la lujuria de la magra tierna o la panceta asada en la lumbre, a las migas de tropezones o al momento cumbre del día…al cenit de la matanza…¡a la inolvidable hoya de cerdo!
Pero todo a su tiempo
El gran día de la matanza comenzó cuando el sol irrumpía por la cresta del monte con cierta pereza, aunque he de reconocer que el madrugón mereció la pena. El café de puchero con gotas milagrosas se encargó de abrir la liturgia del procedimiento, y ya, con el estómago calentito, despejados de ideas y el verbo suelto, el amigo Pepe, con andares pausados fue tirando de la cuerda, sin prisa, como debe ser, encaminando con mimo de monje al cerdo hacia el altar del sacrificio.
Los detalles que siguen, mejor omitirlos, pero baste saber que el matarife no tardó mucho en fragmentar el cuerpo del delito y que cada una de sus piezas brillara con luz propia. Lomos, jamones, panceta, espinazo. ¡Oju! Nada más verlo ya alimentaba. Con los primeros trozos de magra y careta de cerdo en la lumbre dio comenzó el ritual, si no el ritual de una bacanal romana, que sería mucho pedir, si el ritual del bautismo del cerdo en el estómago de los expectantes asistentes. Entre trozo de carne y vino, entre vino y trozos de carne llegó el primor gastronómico de las migas con tropezones.
Créanme, contundentes para digerir, pero un lujo gastronómico al alcance de pocos. Primer round del combate ganado por mayoría abrumadora, no para un sólo vencedor, si no para todos aquellos estómagos agradecidos, de los de verdad, sin ‘rententin’ por medio, que teniendo como tenían ahíto el estomago aún mantenían repletos los dos carrillos y la cuchara en alto llena. Y es que se puso la satén en el centro del gran grupo de comensales, y como algunos listos/as, haciendo uso de los codos lograron posicionarse en primera línea de parrilla, anclándose al pavimento como pinos donceles, el maestro de ceremonias, o sea, Pepe, tuvo que hacer una clara advertencia que todo el mundo entendió: “Señores y señoras mías, cucharaíca y paso atrás” y que pase el siguiente o la siguienta, que diría la ministra Montero.
Con las sabrosísimas migas de tropezones a medio digerir por falta de tiempo, apenas dos gin tonic después se nos echó encima la hora sociológica, la hora cumbre, la hora del manjar, la hora de la gloria excelsa: ¡la hora de la sublime olla de cerdo! Palabras mayores que habría que escribir con letras de oro. Ya vísperas del momento, conforme la olla de cerdo ultimaba su grandiosa fórmula en el fuego purificador, el humillo vaporoso que emitía a su alrededor incitaba a la gula, al pecado, a la emoción contenida de unas lágrimas que no eran de pena, sino de emocionante glotonería que hacía eterno el tiempo de espera.
La gran comunión del hombre y la mujer con su destino gastronómico se aproximaba como el tráiler de una película que nos habla de felicidad plena, de la que sólo los que han tenido el placer de vivirla saben de qué se les está hablando. Y por fin, con los ojos llovidos por la emoción, llegó el maná prometido, el presentido, el pecado, y la impaciente gula comenzó abrirse paso por nuestra flaquezas, por nuestra debilidad, y todos, y cuando digo todos, quiero decir todos…ah, y todas, queríamos ser los primeros en privilegiar a nuestras glándulas gustativas con el recibimiento de la primera cucharada de olla.
La confirmación muda del primer privilegiado fue sencilla, sólo aleteo las pestañas y puso los ojos en blanco. Pero amigos y amigas mías, esta vez sí, esta vez las raciones fueron emplatadas, no por imponer la finura que tanto se lleva en los mentideros gastronómicos, sino porque en el plato se sabe lo que cada uno come, de no ser así, de dejar que la gula domine los instintos, por pura glotonería, algunos/as reventarían como la Bomba Antonia. Porque, ¿ustedes saben lo que cada cucharada de olla contiene? ¿Ustedes saben lo que se disfruta en cada cucharada envuelta en un botafumeiro grandioso esparciendo su olor por un radio de muchos metros de donde nuestras pituitarias, henchidas de gloría divina, ya vaticinaban la eclosión de sabores del gran banquete? Y les juro por todo lo jurable que la olla no defraudó. Ese tocinillo tierno que se deshacía en el paladar, esa morcilla humeante, oscura de imagen y luminosa en sabor, ese espinazo recrecido de magra, ¡puñeta! hasta las patatas y las judías, componentes menores del guiso, cubrieron su textura de un sabor que…¿cómo diría yo? ¡Vamos!, que estaban de lujo.
Ha pasado el tiempo y todavía recuerdo el día con añoranza; un día que me hizo vivir un magnifico e inolvidable fragmento de gloria, tal fue así, que en cuanto logre poner de firmes de nuevo a mi bioquímica corporal, intentaré colarme de rondón en la próxima matanza del cerdo que pueda. Quiero poder vivir, sin morir en el empeño, del trocito de la gloria que supone un buen plato de olla de cerdo. Y conste en acta que el vino, eso sí, de Bullas (Murcia), corre por mi cuenta.
Pascual Fernández Espín
Escritor y tertuliano político en radio y televisión