Cuando Juan García Serrano, amigo de tantos años y presidente de la Peña La Crilla, de esta noble y muy leal pedanía de Puente Tocinos, me ofreció presentar “100 recetas de cocina de la Huerta de Murcia y otras comarcas de la Región” le dije que sí encantado, pues tarea tan sumamente grata me iba a permitir regresar, como si viajara en la máquina del tiempo de H. G. Wells, a una forma de vivir y de comer, a unos olores y a unos sabores de la infancia, que cuantos hemos nacido en la huerta llevamos toda la vida pegados al alma.
Coincido con Marta Cano Corbalán, alcaldesa-presidenta de la Junta municipal de Puente Tocinos, cuando escribe: “Imposible no transportarse con este recetario a los más bonitos recuerdos, cuando nuestras abuelas cocinaban los alimentos huertanos, con sus cazuelas y ollas antiguas, cuyos sabores y olores no se encontraban en otra cocina, con sus recetas y formas de elaborar estos tesoros en gastronomía popular y cultural”.
A la circunstancia puramente gastronómica, que justifica con creces la publicación de este recetario —una ardua labor en estos oscuros tiempos de pandemia, en los que La Crilla no ha detenido su actividad, dentro siempre de las posibilidades permitidas por las normas sanitarias— se añade un acontecimiento importante para los habitantes de Puente Tocinos: la conmemoración del Centenario de la construcción del templo parroquial de la pedanía —1920/2020— y la celebración del Año Jubilar en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, hito concedido por el Papa Francisco con motivo del citado Centenario.
Suenan por ello muy a propósito las palabras que escribe el párroco de Nuestra Señora del Rosario, Antonio Guardiola Villalba: “La cocina huertana —dice— enseña el valor de vivir y saborear el presente, sin la prisa que trastorna y que, en ocasiones, no da oportunidad de participar en la liturgia diaria de “hacer de comer” y sentarse en torno a la mesa, en familia. Esta es la cocina sencilla de la cuchara, de la olla y de la sartén; la cocina del fuego, de la brasa, del horno que cuece el pan; la cocina donde las estrellas que brillan son las personas: quienes preparan, sirven y después se sientan a la mesa para encontrarse, compartir, reponer fuerzas y agradecer a Dios cada bocado. ¿Acaso hay alguien que no valore la natural exquisitez de algunos de sus platos? ¿Hay cocina que respete el producto de la tierra mejor que ésta?”.
Tan atinada reflexión me suscita una pregunta que seguro se han hecho también ustedes alguna vez: ¿quién no ha echado de menos, en estos tiempos de penumbra, volver a sentarse en torno a la mesa con esos amigos tan añorados, con esos hijos, con esos nietos tan queridos con los que no hemos podido hacerlo, por precaución, desde hace ya un larguísimo año? Cuando esto acabe, o cuando exista una razonable seguridad que lo permita, será lo primero que haré. No deseo nada extraordinario, tan solo sentarme en torno a una mesa con los amigos, con los hijos y con los nietos, a compartir —sin mascarilla y sin preocupación de por medio— los manjares de nuestra tierra y los recuerdos, buenos y menos buenos, que de todo habrá, de tantos meses de incertidumbre y preocupación.
Cuando pude por fin tener en mis manos el recetario que presentamos y me adentré en la lectura de sus cien recetas, me pareció percibir casi físicamente los gratos olores que surgían de los pucheros que mi madre cocinaba, en nuestra casa de la huerta de Alquerías, para la familia numerosa que éramos, al principio en fogones de leña y luego, cuando el progreso popularizó el butano, en cocina de gas.
Me vinieron entonces a la memoria nombres tan sonoros como arroz con habichuelas y pencas de cardo, arroz con verduras, sémola, fritos de tomate, pimiento y bacalao, la siempre popular olla gitana —que entonces yo odiaba, aunque ahora me encanta—, potaje de acelgas, guiso de bacalao con albóndigas o con aletría, guiso de trigo —que mi madre cocinaba todos los Viernes Santos sin excepción, por aquello de la abstinencia—, el sabrosísimo arroz con conejo criado en casa; el guiso de cordero y alcaciles o las sabrosas migas de los días de lluvia, cuando los caminos de la huerta se volvían impracticables y se aprovechaba el pan duro para hacer unas migas aromatizadas con embutidos de matanza y alguna legumbre cultivada por mi padre en nuestra huerta. Una cocina variada y sabrosa creada con materias primas de cercanía, ayer y hoy.
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La huerta de Murcia —hoy extendida a casi toda la Región gracias a lo que, desde hace cuarenta años, ha supuesto el agua del trasvase— ha hecho y sigue haciendo que las verduras y las hortalizas protagonicen una gran variedad de nuestros platos: a la plancha, revueltos o en ensalada, por no hacer mención de platos vegetales más elaborados como el zarangollo, el pisto de la Vega Media o el popular y sabroso mojete. Unos platos apreciados e incentivados, si cabe, por las tendencias eco, bio y la alimentación saludable, tan en candelero en los tiempos que corren. Aunque también tienen amplia presencia en la gastronomía murciana los platos de cuchara, con una amplia variedad de guisos, como la antes mencionada olla gitana, la olla de cerdo, el tradicional caldo con pelotas, el cocido, el arroz con habichuelas o con garbanzos, el potaje con albóndigas, el mondongo o el gazpacho jumillano, por citar algunos sin pretensión de ser exhaustivo.
El vasto territorio que abarca nuestra Región posibilita que sus materias primas gastronómicas procedan de lo bueno que da la tierra y de lo mejor que ofrece el mar, como también refleja el recetario de la Peña huertana La Crilla. Las zonas de costa, y no solo el Mar Menor —tan querido siempre y tan zarandeado hoy— proporcionan un pescado de excelente calidad y características propias, clave para la elaboración de platos con gran tradición como la dorada a la sal, los langostinos del Mar Menor, las sardinas de Mazarrón, el atún de Almadraba propio de la Azohía, el famoso caldero o el incomparable, sabroso, y nunca bien ponderado pulpo al horno.
En este breve e incompleto repaso por las materias primas de la cocina murciana no debemos olvidarnos de las aves de corral: el conejo, el cerdo, el cabrito o el cordero, cuyas carnes forman parte de todo tipo de platos y de nuestro amplio catálogo de sabrosos arroces con personalidad propia. ¿Qué me dicen de las patas de cerdo al horno o de las chuletas de cordero a la brasa o al ajo cabañil? ¿Y de nuestras longanizas, salchichas, butifarras, morcillas o morcones? Placer de dioses.
Tampoco quiero olvidarme de hacer una ligera mención a los arroces.
Cuando fuera de la Región de Murcia se habla de arroces, la gente casi siempre piensa en la paella valenciana. Sin embargo, los arroces de la huerta y de la Región de Murcia poseen personalidad propia y nada tienen que envidiar a los valencianos.
El arroz tiene siempre presencia destacada en cualquier recetario de la Región de Murcia que se precie, gracias, entre otras cosas, a la calidad del arroz de Calasparra, con Denominación de Origen Protegida, un arroz que sirve de inspiración para la elaboración de una extensa diversidad de platos: arroz y conejo, arroz con caracoles serranos (muy consumido en la comarca del Noroeste y la Vega Alta), arroz con costillejas, arroz con verduras… sin descuidar recetas más genéricas como es el caso del arroz con bogavante o el caldero típico de la comarca del Mar menor antes mencionado.
En cuanto a los postres, que ocupan varias páginas en la última parte del recetario de la peña de La Crilla, el gran embajador —y admito legítimas opiniones discrepantes— es el paparajote, una delicia que trasciende los límites culinarios para convertirse en un auténtico exponente gastronómico-cultural. O las tortas fritas de calabaza, la leche frita con arrope y calabazate, los dulces de boniato, el dulce de membrillo, los pestiños, las torrijas, el arroz con leche, el pastel de cierva, las delicias de crillas, el engañamaridos o los besos de novia —qué nombres tan sonoros y en algún caso inquietantes— que constituyen algunos ejemplos de una larga variedad de postres en la que tanto las materias primas como los modos de cocinar presentan claras reminiscencias árabes. En el recetario en cuestión podrán encontrar muchos más ejemplos de postres de nuestra tierra. Todos para chuparse los dedos y coger unos cuantos kilos de más. Aunque, como suele repetir un amigo mío, que nos quiten lo bailao.
Al rey de nuestros postres, el paparajote, no podemos despacharlo en dos simples líneas. Por eso me van a perdonar que insista en asunto de tamaña importancia, y más en primavera, aunque sea una primavera algo deslucida por la pandemia.
Del paparajote escribe la autora del blog ¿No quieres caldo?, pues toma dos tazas, que fue introducido por los árabes en Murcia, “aunque no sé —dice textualmente— de quién sería la genial idea de meter una hoja de limonero en una masa típica de buñuelos y freírla. Los paparajotes son un postre muy barato, sabroso, original y sencillo de preparar. En los años en que mi marido y yo —insiste la escritora— vivimos en Israel los hicimos varias veces cuando venía gente a casa; nuestros visitantes se sorprendían ante tal postre, pero a todo el mundo le gustaba”. Imagino que previamente les harían escuchar la canción de Los Parrandboleros, por aquello de la hoja no se come.
La gastronomía murciana está impregnada de influencias romanas y árabes, pues estas tierras del Sureste de España han sido cuna y paso de civilizaciones a lo largo de la Historia, civilizaciones que han ido dejando su propia impronta y que han configurado lo que hoy somos.
Cuenta Janet Long en su libro “Conquista y comida: consecuencias del encuentro entre dos mundos”, que ya el romano Marcio Poncio Catón describe en su De Re Rustica un pastel de carne parecido al pastel de carne murciano. Fueron también los romanos quienes introdujeron en estas tierras el cultivo del olivo, las factorías de pescado y las salinas, que facilitaron la elaboración del Garum, un condimento salado que se extendió desde Cartagonova a todo el imperio, y que dio paso al gusto por los salazones, típico de la cocina murciana actual. De esto sabe mucho el profesor García del Toro, cartagenero, arqueólogo apasionado por la antigüedad, y por la gastronomía de esa antigüedad, bajo cuya supervisión los cocineros de El Corte Inglés de Cartagena realizaron un delicioso Garum que fue enseña y atracción de las Jornadas gastronómicas romano-cartaginesas, que estuvimos celebrando durante algunos años con motivo de las fiestas históricas de la ciudad trimilenaria.
Tras romanos y visigodos, el paso de los árabes y de la gastronomía de Al Ándalus por nuestra Región, a partir del año 711, dejó otras influencias en la cocina murciana, como el gusto por la berenjena, las alcachofas, los ajetes, los calabacines o la mojama, muy popular en la cocina andalusí por ser una forma de conservación del pescado, además de ser una comida halal.
No se paran ahí, sin embargo, las influencias externas en la cocina de la huerta y de la Región de Murcia.
Tras el descubrimiento de América, Cristóbal Colón trajo a España las semillas de pimiento, que depositó en el Monasterio de Guadalupe, en Cáceres, desde donde llegaron a la Región de Murcia. Aquí parece que se cultivaron por primera vez en la zona de La Ñora, lugar que ha dado su nombre a la variedad que conocemos como ñora, según señala Ismael Galiana Romero en su libro “Historia de la gastronomía de la Región de Murcia”.
He dejado para el final hablar de las migas, uno de mis platos preferidos, haga frio, calor, llueva, truene o caigan rayos y centellas. El origen de las migas se suele asociar con agricultores y ganaderos trashumantes, que las preparaban con los trozos de pan que se les endurecían en el zurrón durante las largas caminatas de la trashumancia.
Cuentan sin embargo los entendidos que las migas tienen un origen árabe, civilización en la que eran consideradas un plato aristocrático, pues, según la tradición, era el plato favorito de Mahoma. En el mundo musulmán las migas constituían un obsequio para las personas distinguidas que visitaban palacios y casas de enjundia.
No quedó ahí, sin embargo, la historia, pues durante la Reconquista las migas siguieron siendo uno de los platos favoritos de los Reyes Cristianos, que les añadieron productos del cerdo para distinguirse de las creencias musulmanas. Luego desaparecieron durante algunos siglos hasta que, a partir de 1611, volvieron para quedarse, hasta nuestros días. En la actualidad son un plato muy extendido por la geografía española, con toques diferentes según la Región.
Estoy leyendo el original de una novela aún no publicada sobre la que el autor, un amigo, me ha pedido una opinión antes de comenzar a buscar editorial. Es una novela que transcurre dentro de la guerra civil española. El protagonista es un joven maestro murciano al que, por azares del destino, como a tantos otros, le ha tocado luchar con el ejército de la República. Mientras trata de escapar de la masacre de la batalla de Brunete, parapetado tras los escombros del cementerio de esa ciudad madrileña, se hace, entre otras, la siguiente reflexión, plasmada en su cuaderno de guerra una vez alejado del peligro peligro, mientras se recupera de las heridas en un hospital:
“Estaba herido, tenía mucho miedo, el hambre me agarrotaba los músculos del estómago y, para colmo de males y a pesar del asfixiante calor, tónica general de todo el verano del 37, no lograba dejar de pensar en que me comería un gran plato de migas con tropezones, como las que hace la abuela Antonia los días de lluvia, allá en mi añorada huerta murciana.
Las hace con el pan duro sobrante de la semana, tocino, lomo de orza, longaniza conservada en manteca colorá, procedente de la matanza del cerdo que tiene lugar todos los años por noviembre, ajos, ñoras y alcaciles.
Las migas con tropezones son un placer de dioses, un manjar exquisito por el que merecería la pena parar la guerra, aunque fuera solo a la hora del almuerzo. Pero tengo la impresión de que Franco y sus aliados alemanes e italianos carecen del gusto y del humor necesarios para hacerlo”.
Recetarios de cocina hay muchos. Recetarios de la cocina murciana hay bastantes. Recetarios de la gastronomía de la huerta de Murcia, hay unos cuantos. Pero no sé si alguno será tan completo y tan ascético como este de la Peña de La Crilla, sin más literatura que la necesaria, pero con los ingredientes exactos y una clara explicación del proceso de confección de cada plato. En la página 23 hay una receta de migas murcianas de pan que les invito a cocinar algún día.
Gracias Juan García, presidente de La Crilla, por la gran labor de recuperación, mantenimiento y traslado a la sociedad y a las nuevas generaciones de tantas tradiciones de nuestra hermosa y sabrosa tierra murciana, tradiciones y recetas que, de otra forma, algunas tal vez caerían en el olvido.
Gracias asimismo a los directivos y miembros de la Peña, cuyo trabajo hace posible este recetario y otras actividades que son, como antes decía, señas de identidad de nuestra tierra.
Y gracias a quienes esta noche, a pesar de la pandemia, nos acompañáis en la presentación de ‘100 recetas de cocina de la Huerta de Murcia y otras comarcas de nuestra Región’.
Gracias, y cuidémonos, que el puñetero virus aún acecha.