Me pasa con la primavera lo que al albaricoquero que tengo en el patio, sobre todo al pasar por la plaza dedicada a mayor gloria de don Julián Romea; donde las extranjeras que enseñan idiomas se desmelenan y dejan sus carnes rosadas –como jamón york– al sol de justicia que ya se intuye. Al mentado frutal las yemas le rompen en flor y a mí, carlanco, las carnes se me convierten en regüeldos de memoria juvenil. La primavera huele a la frescura de las ramas jóvenes, las que dan su sombra al renovado tontódromo de Alfonso X.
Con la llegada de la estación de la vida siento especial predilección por ciertas calles y plazas de esta Murcia nuestra. El Malecón lo fue en los años escolares y es tal el gusanillo que me produce, que en ocasiones trato de evitarlo espantando así posibles nostalgias. Trapería sigue representando el paseo de los años mozos, con aquel arriba y abajo entre gentes vestidas de domingo, con aromas de fresas de la tierra y de inciensos de la misa de una. Desde la plaza de Hernández Amores a la de Santo Domingo y viceversa, con parada para provisión de pipas y chicles Bazooka en el quiosco que siempre será de ‘Isidro’ aunque no exista.
Poco a poco los pasos nos fueron llevando algo más allá; nos acercó a Alfonso X, conocido por El Sabio, entre fragancias de azahares y moliendas de pimentón que llegaban desde los huertos lindantes del Arco de la Aurora y de la Puerta Nueva, allí donde la huerta y la ciudad se unían en apretado abrazo. El bulevar se definió tras la primera Feria de Muestras en el 52 y, entre fuentes decorativas, zapatos sucios por el polvo y esculturas de diosas mitológicas los días transcurrían luminosos y tranquilos, propios de bachilleres elementales enamoradizos, por no describirlos en estado de celo. Mirando sin ver, admirábamos las cúpulas de iglesias y conventos, últimos retazos de una Murcia vieja y provinciana que se marchaba. Pero los ojos se dirigían bien abiertos hacia las chiquillas de Jesús y María, que por querencia iniciaban sus primeros coqueteos puestas de faldas plisadas, calcetas blancas y diademas de terciopelo en el cabello.
Cual huevo frito, estaba plantado, en la zona central de la avenida, el quiosco Café-Bar Gran Vía, rodeado de pesadas sillas y mesas de la acreditada marca murciana Blaymar, pintado su metal en rojos, verdes y amarillos, abundando en el color de la primavera que se percibía en la sangre y en las varas jóvenes de los plataneros y en el pica-pica que el viento, como recuerdo permanente hace volar hacia aquí y hacia allá.
Café-Bar pollitas van… escribió algún tuno como letra a sus canciones hace mucho tiempo, tanto que ya ni me acuerdo. Los políticos, en los tiempos nuevos nunca cesaron de hablar y sobre todo de buscar nuestro “hecho diferencial”, frase hortera y petulante, cuando al pasar por la también llamada “Pecera”, se siente la envidia profunda de quienes “espatarragados” delante de una caña fría y de unas rosáceas quisquillas, saben marcar la diferencia entre la buena vida y el sin vivir al sol de una Murcia cercana a la primavera.
Ya no se venden los langostinos del Mar Menor en cartuchos, como decía el hoy pasivo Pedrín, ni el flequillo nos llega a las cejas como recordaba el hoy pensionista Pepito. La vida y la muerte están en la tertulia de la barra, en primavera más que nunca, en forma de comentario, de añoranza de quien se fue o de quien está a punto de irse.
Las muchachas en flor cuentan la edad por abriles. Es la sinfonía primaveral, cuando el verde comienza a poblar con decisión huertas y jardines, es cuando a mí se me ocurre ponerme “chungo” y recordar años de carnes prietas y las horas de sol en la terraza del Café-Bar, que es lo mismo que decir que soy un tonto de los muchos que dieron el sobrenombre a tan regio y versado paseo.
Las quisquillas me miran con cierto patetismo al recordar el carrito tirado por un borrico que daba vueltas y vueltas cargado de críos (dio una vuelta tan larga que nunca más volvió). La luz de mediodía sigue siendo demasiado azul, lo que no impide mirar hacia arriba e imaginar la voz de Antonio Machín cantando Espérame en el cielo, dar una calada al Winston pensando que uno sigue vivo y pedir con resignada melancolía la cuenta una vez más.
Murcia en primavera, sigue siendo un pecado, una estación que el almanaque presta a la poesía; y la poesía la devuelve echada a perder de narcisismos y petulancias absurdas en triste competencia con la maravillosa puntualidad de la naturaleza.
Miguel López-Guzmán
Periodista, escritor y pintor
Precioso escrito.