Hace unos días comí con mis suegros en un mesón de la huerta, a pocos metros de Murcia, cuyos propietarios, con buen criterio , han querido conservar la esencia de la taberna huertana de toda la vida, mejorada razonablemente sin más pretensión que la de actualizar el negocio a los requerimientos de los tiempos actuales. Quiero decir que, a diferencia de otros, los dueños del establecimiento asumen, con orgullo y naturalidad sus orígenes y, sin renunciar a los mismos ni a las exigencias de hoy día, nos proporcionan una oferta gastronómica que es idéntica -o casi- a la disfrutada y compartida por nuestros abuelos y padres .
El restaurante, si se me permite la denominación -que es absolutamente justa- se llama El Mochuelo, apodo de los dueños de una tienda de comestibles, origen del actual negocio de restauración.
Se halla ubicado en Santiago y Zaraiche. Me encanta el nombre de esta pedanía, pues acredita y referencia el respeto por las diferentes culturas con las que hemos convivido desde siempre en esta hermosa tierra murciana.
Mi suegro vio sus primeras luces en esa pedanía, en el pago de El Palmeral, hace noventa y un años. Y alcanzó su máxima lucidez, o eso dice su cónyuge, cuando casó con mi suegra, vecina de la carretera de Churra, hace más de sesenta y seis años. Fruto de estas coincidencias vecinales, y algo más, me hallo felizmente unido en matrimonio con la mayor de sus hijas, que sigue siendo muy joven y jovial.
El otro día, después de comer en El Mochuelo, nos dimos un paseo por el Palmeral. Y vi como mi suegro, en ese entorno de palmeras, naranjos, membrilleros y limoneros, regados por estrechos y todavía caudalosos azarbes, viajó retrospectivamente hacia su infancia.
Se alejó de nosotros para pasear por aquel entorno de ensueño, evocador de tiempos pasados. Le seguí a distancia, para no distraer ni perturbar su intimidad, y escuché como llamaba, mientras paseaba por casas en ruina , por tahullas abandonadas y por las brumas del recuerdo de otros tiempos, a sus amigos y vecinos de entonces.
De sus labios oí como nombraba al Compadre el Cojo, al Vilochas, a La Mochuela, a Los Charetes, al Maestro Alpargatero, Juan el Ranga, a Antonia la Piquilla, La Josefica, El Tío Mariano Buendía, el Bolarín y Enrique el Perillo, El tío Antonio el Sobrino, La Tía Dolores la Palmerera, Las Bermudez, El Cabrerín, El tío Juan el Nieto, El tío Bartolo Alarcón, a Pedro el Cirilo y a Paco el Moscú.
La tarde fue cayendo entre recuerdos y añoranzas. Y estoy seguro que mi suegro mantuvo una entrañable conversación con los amigos a los que, uno a uno y en voz queda, fue llamando por sus nombres, tal vez con la esperanza de que , en un momento dado, su universo volviera a cobrar la luz y el color que todavía permanece fresco en su memoria.
Vi la alegría reflejada en su rostro. Y también la tristeza y la nostalgia en su mirada.
Mi suegro se llama Antonio Rosagro y mi suegra, Eduvigis Sánchez.
Y yo me tengo por privilegiado por haberles conocido y por tener por compañera, desde más de cuarenta y siete años, a su hija, una de las personas más maravillosas de cuantas han existido en este mundo.
Feliz tarde de sábado, amigos.
Carlos Valcárcel Siso
es presidente de la Archicofradía de la Preciosísima Sangre de Cristo
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