Tienen ustedes toda la razón, el botijo ya casi nadie lo utiliza. El personal de hoy prefiere las asépticas botellas de agua mineral (si es que queda alguna que realmente sea mineral) muy frías gracias a los frigoríficos, efecto breve que convierte al agua en caldo por mucho que se ponga a la sombra.
El botijo es mucho más modesto, no precisa del electrodoméstico para conservar fresco el líquido elemento, lo hace por sí solo. El botijo exige umbría en el hogar y casi siempre se hacía acompañar de una buena maceta de alhábega sobre su cama de plato con agua de la que bebe. En el exterior se cuelga bajo la sombra de una morera y en su defecto en la rama baja de la higuera. Del botijo se bebe el agua a cañete, del pitorro a la boca y cuanta más altura se alcance mayor sensación de sed saciada se consigue.
Las abuelas tejían de ganchillo una especie de sombreritos para cubrir su boca e impedir así la entrada de bichos sedientos. Los más huertanos cerraban el pitorro con una astilla de limonero que unían al asa con un trozo de cuerda.
Nunca habrá que confundir el botijo con la cántara, de boca superior y preferido por el gremio del andamio. Los toreros por el contrario siempre han preferido el botijo, haciendo ostentación de los mismos en los espectaculares “haygas” en el que el botijo ocupaba lugar preferente desde tiempo inmemorial.
En la siega y en el tajo el botijo y la cántara ocupaban la única sombra en el secarral. La obra de alfarería es eterna. Un cántaro, si no se rompe, puede durar cientos de años. La arcilla, gredosa, agrietada, reseca, desea el agua y nació para conservar y refrescar la propia agua.
Un buen trago del botijo sigue saciando la sed de los más sedientos.
Miguel López-Guzmán
Periodista, escritor y pintor
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