No existe lugar mejor para sacudir la semilla de artista que duerme en cada niño. Semilla de pequeño arquitecto, de escultor. Un ansia de hacer cosas se apodera de él en cuanto se ve desnudo, dueño y señor de la arena y el agua, que se le ofrecen en cantidades ilimitadas. Los más pequeños cocinan, volcando el cubo flanes y tartas de barro, y la playa se convierte casi en un escaparate de confitería. Los mayores levantan murallones y fortalezas, a la postre indefendibles frente a la marea. Comienza el delicioso sarpullido feudal de los castillos de arena. Castillos de unas horas, en tanto el terremoto verde de las olas no venga a sacudir los torreones. Otros ahondan agujeros, con la vaga esperanza de coger al mar en la trampa, como si fuera un cachorrillo de espuma, o de asomar la punta de los dedos por las antípodas.
Viene a cuento el recuerdo de un padre entusiasta con los juegos de sus hijos en la arena. Ocurrió en la playa del Campoamor de finales de los años sesenta. Aquel padre tratando de agradar a sus pequeños, bajó aquel día a la playa provisto de auténticas y pesadas herramientas: pico y pala, y llevado de fervorosa devoción por su prole, no dudó en excavar una profunda fosa en la arena que le superaba con creces la altura de su propia cabeza, dejando extasiados de alegre orgullo a aquellos chiquillos ante la magnífica obra realizada, envidia de los zagales que por allí jugueteaban.
Todo fue ilusión hasta la llegada de aquel singular policía municipal de servicio en la playa oriolana al que apodaban “El Gallina”, una figura con espeso bigote negro que parecía arrancada de una página de la revolución mejicana. Montaba el agente una motocicleta “MV” haciéndolo con más que cierta dejadez, lo que servía para poder contemplar al detalle la cartuchera que pendía de su cinturón y el enorme Colt envuelto en una bolsa de plástico transparente para evitar la corrosión (aquellos días eran sin lugar a dudas más seguros que los actuales). Se acercó “El Gallina” al entusiasta padre recriminando su febril labor, advirtiéndole del peligro que entrañaba para los que allí se solazaban. No le multó, pero la noche cayó sobre el esforzado y amantísimo padre cubriendo el hoyo excavado ante sus desconsolados hijos. Una amarga experiencia en un día de playa que se prometía feliz.
Sí, es la alegría del verano andar con el agua hasta los tobillos o correr por la playa. Correr, saltar, jugar. Cometas, barquitos, colchonetas, pelotas, flamencos y cisnes de plástico ¿Será posible que se nos escape siempre aquel cangrejo, que se las sabe todas?
Al mediodía, dejarse morder por “los dientes de espuma” (García Lorca), por la risa interminable del mar en verano. ¿Quién tiene el cinturón de corchos que nos sostuvo tantas veces? ¿En dónde está, que no contesta, nuestro bigotudo agente municipal? El licenciado don Juan Revilla aseguraba, muy serio, que era capaz de dormir toda la noche tendiéndose “en plancha” sobre el mar, mejor que en una mullida cama.
A la noche, preparar anzuelos y repasar redes. Sean para pescar peces o mariposas. Y a soñar con levantar un castillo, apenas salga el sol, a unos metros del Mediterráneo. Como veis todos soñamos con el mar. No en balde él es, y eso lo sabemos todos, el mejor y más descomunal juguete del verano.