Nuestros ancestros, gastrónomos o no, normalmente comían productos de temporada; a saber: que era tiempo de tomates, pues comían tomates, pimientos o lo que se terciase siempre que la diosa naturaleza y la mano del hombre, agricultor para más señas, les obsequiara con la bendición de sus productos. Pero en la época que ahora nos toca vivir, donde hace tiempo que el hombre pisó la luna…y seguimos allí, en la luna, pero en la luna de Valencia, tal condición quedó abolida por la ciencia y el parné, y ahí tenemos los alimentos transgénicos para más señas.
Una forma de producir alimentos a partir de un organismo modificado genéticamente a los que se les incorporan genes de otro organismo para reproducir las características y cantidades deseadas. O lo que es lo mismo, alimentos a la carta. Digo yo que será que el “gen” ése tiene sus fallicos, ya que hay veces en que compras un tomate que luego sabe a pepino, o a demonios, aunque como tomate lo hayas pagado.
De seguir en la tendencia de mezclar los sabores fuera del estómago, llegará el momento que nada sepa a nada de lo que tengas que saber, ¡vamos! que nos comamos una trucha a la Navarra con los espolones de un gallo de corral. Y si no, al tiempo. De momento, merced a esos experimentos agrícolas reseñados, fuera o dentro de temporada, hoy día igual te puedes comer un tomate negro o azulino, un pimiento amarillo y con puntillas, como los huevos fritos, o una berenjena blanca con cascabeles. En fin, que con el seductor mensaje de quitar el hambre del mundo nos la están colocando en crudo y sin vaselina con los puñeteros productos transgénicos.
Luego nos escandalizamos de la cantidad de enfermedades de origen desconocido que todos los años aparecen, y que al no tener pariente a quien echarle la culpa, suelen ponerle la etiqueta del cajón de sastre. «A muerto por un virus desconocido». Pero estamos en este mundo, y a él hay que adaptarse si queremos sobrevivir, o sobremorir.
Es verdad que en base a la innovación reproductiva agrícola, hay productos, en otros tiempos y otros bolsillos impensable su degustación, como la trufa; conocida entre los sibaritas de alto ringorrango como el diamante negro de la gastronomía, que si bien sigue teniendo un precio elevado, merced a los últimas técnicas productivas se puede comer trufa a precios más asequibles; pero amigas y amigos del buen yantar, lo que todavía no se ha podido conseguir con la reproducción transgénica, ni tan siquiera por la mano que mece la cuna de las grandes distribuidoras de productos Gourmet, son los lactarius deliciosus.
Para que nos entendamos los de pueblo, los níscalos, guíscanos o robellones. El nombre depende la zona de España donde se etiqueten. Por si alguien de ustedes se atreve a su recolección, y sale al monte en busca de ellos, daremos una leve explicación constitutiva para que no se confunda usted de hongo, no sea que lo que el bicho este del COVID-19 no pueda, en su error haya recolectado una amanita faloides y la liemos parda. Pero no se alarme, un níscalo, guíscano o robellón tiene color, textura y sabor propio, es imposible equivocarse.
Los guíscanos, níscalos o robellones suelen aparecer bajo las aljumas de los pinos, o basura de monte, en forma de sombreros, oscilando sus dimensiones entre los cuatro o quince centímetros de diámetro, su color anaranjado se ve modificado por círculos concéntricos de tonos rojizos y pálidos. Cuando son más pequeños se muestran un poco enrollado por sus bordes y conforme van creciendo se van aplanando para evolucionar a forma embudada. Las láminas son del mismo color, apretadas, finas y decurrentes. Su carne es densa y compacta, con suave olor y matices de monte. Si los cortamos por la mitad desprenden un látex de color naranja sangrina, igualmente con un agradable olor a naturaleza. Se oxidan rápidamente, adquiriendo un color verdoso cardenillo cuando envejece o pasan algunas horas de su recolección. Por regla general van perdiendo calidad y sabor conforme pasa el tiempo.
Estos hongo hay que comerlos en temporada; o sea, entre octubre y final de diciembre, y les puedo asegurar, casi jurar ante la botella de vino tinto que ha de acompañar la vianda, (no olviden, tinto de Bullas, Murcia) que aunque su utilidad culinaria es extensísima; en arroces, en salsas, con alubias, al ajillo, en asados de carne, etc., pero un guíscano, níscano o robellón a la brasa, o en su defecto, a la plancha, puesto de revés, con un chorrito de aceite de oliva sobre sus laminas y sal al gusto, el más prolijo o elocuente productor de adjetivos se puede quedar corto a la hora de ensalzar a este maravilloso hongo-manjar. Y lo que siempre es de agradecer, sobre todo para bolsillos maltratados, en temporada alta, cuando las lluvias han sido benigna en zona de monte bajo, que es donde se crían, tienen un precio que no atentan ni a las economías más sufridas.
Recomendada su degustación incluso a paladares más exigentes. Tal es así, que un servidor de ustedes tuviese que calificar a este sabroso manjar, en base a diez le pondría un nueve con nueve. Y seguro que me quedo corto.
Que lo disfruten.
Pascual Fernández Espín
Escritor y tertuliano político en radio y televisión