Días así, no preguntes, huye; huye como gato escaldado, en la calle, a la sombra, cuarenta grados y con ambiciones de batir récord. La semana promete. Bienaventurados los del aire acondicionado pagados con bolsillo ajeno, porque si recae en ti la factura…¡Madre del Amor Hermoso!, ruina fija, máxime cuando, sumado al precio de la luz, los alimentos y los combustibles, tenemos la tralla que nos llega de la Europa mercantilista. Dice Christine Lagarde, la francesita delgadita, risueña y mal encarada, pero, a la postre, jefa del Banco Europeo, que las imparables subidas del dinero es para controlar la inflación que produce el consumo. Sea como fuere, la verdad es que parece que vamos cuesta bajo y sin frenos. Lo de subir el precio del dinero para frenar la inflación podía estar bien si no fuera porque, en lo que lo que va de año, cada día que pasa se convierte en un nuevo atraco a nuestros bolsillos. El precio de llegar a final de mes, las hipotecas… en fin, mejor dejarlo así antes de que empeore e intentar atravesar agosto como mejor se pueda, eso sí, sin perder de vista que en plena cuesta de septiembre comienzan los colegios y demás regalos para nuestros paupérrimos bolsillos.
Supongo que serán los efectos de la calor y el empacho político que tenemos muchos después de que, tras decirse de todo, menos bonito, en la campaña electoral… al final, ya saben, mucho ruido y pocas nueces. Bueno, a lo mejor para algunos no son pocas nueces, son muchas nueces, ya que casi todos los ‘protas’ van a quedar con sueldo fijo. De ahí que todos proclamen a los cuatro vientos… incluso en Waterloo, que han ganado. Y tanto, que han ganado. Cierto es que los contribuyentes, corazón de pan todos nosotros, nos lo hemos creído, porque no veas tú la fiebre consumista que se ha levantado en toda la tropa. Es que ni una mesa libre para ir a cenar, ni un rincón en la barra, aunque sea de canto, todo, absolutamente todo, está ocupado. Tres filas, ojo avizor, esperando ver una asilla vacía para lanzarse en plancha sobre ella. Y los precios por las nubes. Menos mal que algunos ya andamos por la cuna que meció mis llantos. Dicen los que estuvieron allí que fue un melodrama total; siempre llorando. Pero a lo que iba, intentando evadirme hasta de mi sombra, me encuentro por tierra de carnes prietas y buenos vinos.
Deportivos en ristre, emulando a Indiana Jones, pero sin látigo, poco después del alba comenzamos la jornada de desintoxicación capitalina: humos, estrés, calor… En fin, ya saben, aunque nos salgan agujetas hasta en el cielo de la boca, predispuestos a lanzarnos a la aventura del deporte. Diez minutos después, apenas el tímido sol comenzaba a iluminar la cresta de la montaña, llegó la sorpresa. Una sorpresa mayúscula, ya que entre las grandes hojas verdes apareció el milagro moradito y sonriente. ¿Quién dice sonriente? Riéndose a carcajadas con sus cuatro rayas al sol. Es verdad que me costó un “güevo” hacerme con el regalo que me ofrendaba la higuera, pero por fin, casi poniendo en peligro mi propio anquilosamiento capitalino, me hice con ella. Con la joya, con el regalo que la madre naturaleza tenía a bien de obsequiarme de buena mañana. Ya en mi poder contemplé a la breva como si tuviera en mi mano a «Le bleu de France”, el diamante azul, bautizado por el rey de Francia, Luis XIV, como el Ojo de Dios. Moradita y sonriente, ya digo, la última breva de la temporada, aunque risueña y bella, parecía mirarme con muchísima aflicción, como implorado trato de seda en el sublime momento de su degustación. Porque no sé si ustedes sabrán que una breva al amanecer no se consume así, sin más, se degusta despacio… muy despacio, como saboreando caviar iraní a precio de riñón, o sea, lentamente, sin atragantarse, extasiándose en cada grano que estalla en el paladar y convierte la acción de su degustación en una fiesta a la que todo el mundo aplaude y felicita como en tu cumpleaños.
Buena mañana, si señoras y señores, buena mañana y buen comienzo de vacaciones. Y el calor arrasando la capital. Y después de las bravas llegan sus hijos menores, pero igual de ricos, los higos, incitando a una nueva lujuria gastronómica. Y la talla del pantalón aumentando.
Definitivamente me quedo a veranear bajo su sombra, junto a la higuera, y que sea lo que Dios quiera. Ea.
Pascual Fernández Espín
Escritor y tertuliano político en radio y televisión