Por Pascual Fernández Espín
Me contaba el otro día mi vecino, aficionado a la antropología en su tiempo libre:
¿Sabes? Dentro de la Europa que nos une —aunque cada vez sea con más reservas— los alemanes son los más dados a la organización, a llevar sus vidas dentro de un orden muy bien definido y siempre con un objetivo final en el horizonte. Los españoles, por el contrario, vivimos en las antípodas: somos improvisadores por sistema. Somos muy dados a vivir “que son dos días”, y si sale con barba, le ponemos San Antón; y si no, la Purísima Concepción. Vamos, que la mayoría de las veces lo hacemos a lo que salga.
Cuando todos saben que lo improvisado puede salir bien una vez, pero si abusas de ello, más tarde o más temprano terminas equivocándote. Hasta la ciencia se pone seria cuando habla de la improvisación, recomendándonos claramente que nada de improvisar: lo fundamental es implementar procesos organizados, definir roles y responsabilidades claras. Y luego está la madre de todas las madres, esto es, lo que dice Wikipedia, que de esto sabe un “güevo”, recordándonos que, aunque las cosas sean claras, el chocolate debe ser espeso.
Pues con todas estas recomendaciones encima, un sábado por la noche, en ese estado de ñoñería adulta que es cuando las ideas luminosas suelen ser menos luminosas, decidimos, así, al pronto, para no variar, improvisar: comer fuera de casa al día siguiente. O sea, de improviso y un domingo cualquiera en una España en crisis, donde es más difícil conseguir mesa sin reserva que operarte en la Seguridad Social antes de diez meses de espera. Como era de esperar, eso fue exactamente lo que ocurrió. Si es que ya me lo veía venir.
Llamamos aquí, llamamos allá… y nada. «Estamos al completo», respondían al otro lado del teléfono voces poco amables. Para resumir: misión imposible comer fuera de casa sin haber hecho reserva previa, salvo que ocurriera un milagro de toda la Corte Celestial o tuviéramos una recomendación de última hora. Y a eso último nos aferramos como recurso final.
—Dile a Conchi que vas de mi parte, y seguro que te atiende —dijo mi amigo—. Y conste que me lo debes. Y tú sabes que a mí me chiflan las gambas.
Con el recordatorio en mente de que a mi amigo, el conseguidor, le gustaban las gambas, mi señora y yo nos pusimos en camino hacia el bar-restaurante La Conchi, ubicado en un lugar tan recóndito que hasta los pájaros necesitan GPS para orientarse. Y por fin, bajo un sol despiadado que parecía tener algo personal contra los murcianos, conseguimos llegar al lugar indicado.
«Casa de comidas» decía el cartel de la fachada, con su subtítulo correspondiente: «platos tradicionales de la cocina popular». En la quinta intentona, pero el restaurante ¡a tope! Tras presentar credenciales ante la jefa de sala que había a la entrada —vale, sí, ante Conchi—, como ya estaban casi todas las mesas ocupadas, mientras esperábamos acomodar nuestras posaderas pudimos ver, de reojo, el condumio que se devoraba en las mesas de alrededor. Y sí, era verdad lo del rótulo de la fachada: en todas las mesas había algún plato de la cocina popular. Conchi parecía haberse especializado en platos con sabores tradicionales, poniendo en cada uno de ellos su particular acento murciano.
Tras situarnos en el único rincón del comedor que quedaba libre —así, al bies, medio de lado y con el expositor de vinos clavándoseme entre la cuarta y quinta vértebra—, y conste que íbamos recomendados, llegó el momento de comenzar. Conchi, la Gran Conchi, quien al final terminamos considerando amiga, nos recomendó que, para desintoxicarnos de las toxinas carnívoras habituales, el primer plato sería a base de Beta vulgaris con esencia de mar. Que a la postre resultaron ser unas acelgas cocinadas con sabor predominante a sardinas ahumadas.
Sí, sí, acelgas. Lo dices así y parece que estés devaluando la vianda, pero creedme, amigos y amigas, al principio ni yo mismo me creía que las malditas acelgas cruzaran la frontera del alimento común y alcanzaran casi el galardón de exquisitez.
Se hizo de rogar Conchi, pero al final, tras mucho insistir, logré obtener la fórmula. Mientras tanto, les aseguro que, para mi sorpresa, la de mi señora, la de mis antepasados y la de mis glándulas salivares, el plato fuerte fueron… ¡las acelgas! Pero qué acelgas, ¡por Dios! Cada ensartamiento con el tenedor rozaba la gloria mediterránea.
Acompañando al primer plato, en su lucha frontal contra la grasa y sus toxinas, mi amiga Conchi nos sirvió otra elaboración derivada de la Beta vulgaris: unos especies de San Jacobo crujientes hechos con pencas de acelgas, rellenos de queso y sardinas ahumadas sin apenas sal.
Otra delicia, y todo sin salir de la huerta murciana.
Y ahí tienen ustedes los ingredientes y la receta para dos personas:
- Medio kilo de acelgas tiernas
- Un vaso de aceite de oliva
- Medio vaso de vino blanco
- Tres dientes de ajo
- Tres ajetes tiernos
- Dos huevos
- Dos pimientos ñoras
- Cien gramos de queso tierno
- Tres cucharadas de harina para rebozar
- Seis medias sardinas ahumadas (¡ojo!, no saladas)
Fácil de conseguir en cualquier gran superficie de alimentación.
Modo de preparación:
Una vez separadas las pencas de la hoja de la acelga, bien limpias, las hojas se ponen a hervir durante dieciséis minutos. Las pencas se cortan en trozos de unos seis centímetros cuadrados y también se ponen a cocer, pero durante veinte minutos, en un recipiente aparte.
Mientras tanto, se parten los dientes de ajo en láminas no muy finas, se pican dos medias sardinas ahumadas y se cortan los ajetes tiernos en trozos pequeños.
Una vez cocidos los trozos de penca, se escurren y se secan con servilleta de papel. A modo de bocadillo, en un trozo de penca se coloca encima un trocito de queso y un cuarto de sardina ahumada, cerrando con otro trozo de penca. Cada bocadillo se pasa por una mezcla batida de los dos huevos y por la harina, procediendo a freírlos en aceite bien caliente hasta que queden dorados.
Mientras se escurren las acelgas, se fríen los pimientos ñoras hasta que queden crujientes. Se retiran y, en el mismo aceite, se añaden los ajos laminados, los ajetes tiernos y las sardinas ahumadas, dos picadas y dos enteras, dándoles unas vueltas para que suelten su esencia. Se aparta todo en un plato y, en el mismo aceite, se agrega medio vaso de vino blanco, dejando que hierva unos minutos para que se evapore el alcohol. Entonces se añaden los ajos, los ajetes y las sardinas picadas (reservando las dos medias sardinas ahumadas para el final), y por último se incorporan las acelgas. Todo el conjunto se saltea durante cinco minutos, momento en el que la Beta vulgaris estará lista para servirse.
Modo de servir:
En una fuente de porcelana, más ancha que profunda, se colocan las acelgas amontonadas, coronadas con las dos medias sardinas ahumadas enteras y los pimientos ñoras tostados. Los bocaditos de pencas, queso y sardinas ahumadas crujientes pueden presentarse alrededor de las acelgas o en un plato aparte.
Que aproveche.
Pascual Fernández Espín es escritor y tertuliano en radio y televisión
“Y después, ¿Qué?”
La última obra de Pascual Fernández Espín, “Y después, ¿Qué?” todavía tiene el calor de lo novedoso, y es que tan solo hace mes y medio que vio la luz por primera vez, eligiendo para su bautizo el resonante marco de la Feria del Libro de Murcia. Poco después, también en la ciudad del Mediterráneo, en el Museo de la Ciudad de Murcia, nuevamente fue presentada al público con gran éxito; luego, en compromiso consigo mismo, extendería la presentación al lugar que le vio nacer, Bullas, con un nuevo éxito en su haber.
Actualmente, y de cara a la Navidad, ha preferido detener un poco la vorágine que todo lanzamiento de una obra literaria conlleva hasta final de Enero, donde tiene comprometidas otras tantas presentaciones en diverso puntos de España. Y es que este prolifero escritor murciano, con once obras ya publicadas, cuando se le pregunta cómo se las ha arreglado para tener tan amplia bibliografía en su acervo, al que había que añadirle casi un millar de artículo de actualidad e investigación publicados en prensa, contesta sin grandes aspavientos que las historias que utiliza para sus guiones le salen al paso, él solamente se niega a dejarlas marchar.
Lo apunta todo, luego tamiza lo almacenado para finalmente convertir en un artículo o una historia todo aquello que lo rodea. Y en el caso de la obra: “Y después, ¿Qué?” no fue solo una historia la que llegó, dice, fueron varias historias reales de personas que después de serlo todo en la vida pasaron a ser NADA, solo presos o presas de la enfermedad del olvido. Una cruel enfermedad capaz de abandonarte en el campo árido de la desmemoria sin dolor alguno, ya que el Alzheimer, no duele, pero mata.
Esta es la historia de Penélope, una valiente y hermosa mujer de fuerte personalidad que cuando de diagnosticaron el mal que le acosaba, en vez de hundirse en la depresión y el aislamiento social, fue capaz de rebelarse contra la propia enfermedad. Gritar con todas sus energías tratando de rememorar tiempos anteriores, cuando la vida le sonreía y fue tremendamente feliz junto a Mario. Su pareja de viaje por la vida. De esta manera, lo que a primera vista podía sonar a drama, se convierte en una hermosísima historis de amor, de pasión y misterio que hace que la obra narrada se convierta en un misterioso imán capaz de retenerte al lector o lectora entre sus páginas, siendo muy difícil que una vez que se abre la primera pagina poder cerrarla si antes no se llega al final del libro: “Y después, ¿Qué?”