Por Miguel López-Guzmán
Traen los veranos de hoy aromas de cebolla y de fritanga de hamburguesas. Hemos sido colonizados de forma encubierta, sigilosamente. Verano a verano, nos han conquistado psicológicamente. El cine y la televisión han contribuido al cambio de nuestras costumbres. No hay película ni “telefilm” en el que no den cuenta de seis o siete pizzas del tamaño de una rueda de molino. El plato italiano triunfó en suelo yanqui y aquí. No existe playa sin pizzería, ni salida con los zagales en la que no se dé cuenta del internacional bocado.
Los veranos de antes tenían otro sabor y otros aromas, puede que debido a los magníficos menús publicados en los dietarios de la Sección Femenina, sin olvidar las prácticas recetas de la revista “Ama”: comidas equilibradas, cargadas de saludables minerales y vitaminas, de frescas ensaladas que no nos salvaban de alguna maternal olla de cerdo que había que consumir con cuarenta grados a la sombra.
Nada comparable a una buena merienda en plena huerta de Murcia bajo la frondosa parra. Exige la merienda silla y mesa bajas; precisa de cornijal y en su defecto de porche, no perdonando la presencia de alguna maceta de alhábega y del jazminero. La hora, la suya: “con la fresca”, tiene prioridad la exquisitez de lo murciano, pero puestos a darle forma al particular festín lo haremos tan barroco como la propia tierra, tanto, que incluso prescindiremos de la obligada y rica cabeza asada de cordero, la que empapada de sus propios en intransferibles jugos, da boato y aroma al momento. Para beber vino, sólo o en cuerva, cargada de melocotón.
Permite la merienda la conversación fluida, la tertulia, el canto y el piropo, que no se ven interrumpidos por los estrafalarios sonidos que emite la ingesta de los caracoles “chupaeros”, los que agradecen la presencia de la lechuga en perdiz, de la ensalada con tomates de Mazarrón a cascos. Los michirones, las costillas de cordero lechal al ajo cabañil. Se hace imprescindible la presencia de las patatas asadas al horno con su punto de manteca de cerdo y pimienta. Los efluvios de mar los ha de aportar el atún de ijá o la hueva de mújol; inevitable la tortilla de patatas. El agua fresca de la cántara para salvarnos de los salados y llevarnos hacia un buen “tocino de cielo” de San Javier. Tan suculento festín propicia el paseo a la luz de la luna temprana, acalla las chicharras y alboroza a los grillos. Buen provecho.
Miguel López-Guzmán
Periodista y escritor