GASTROCRONICAS

Sol y quisquillas

Por Miguel López-Guzmán


 

Me pasa con la primavera lo que al albaricoquero que tengo en el patio, sobre todo al pasar por la plaza dedicada a mayor gloria de don Julián Romea; donde las extranjeras que enseñan idiomas se desmelenan y dejan sus carnes rosadas –como jamón york– al sol de justicia que ya se intuye.

Al mentado frutal las yemas le rompen en flor y a mí, carlanco, las carnes se me convierten en regüeldos de memoria juvenil. La primavera huele a la frescura de las ramas jóvenes, las que dan su sombra al renovado tontódromo de Alfonso X.

Pedrín y Pepito del Café-Bar en una imagen de 2013.

Con la llegada de la estación de la vida siento especial predilección por ciertas calles y plazas de esta Murcia nuestra. El Malecón lo fue en los años escolares y es tal el gusanillo que me produce, que en ocasiones trato de evitarlo espantando así posibles nostalgias. Trapería sigue representando el paseo de los años mozos, con aquel arriba y abajo entre gentes vestidas de domingo, con aromas de fresas de la tierra y de inciensos de la misa de una. Desde la plaza de Hernández Amores a la de Santo Domingo y viceversa, con parada para provisión de pipas y chicles Bazooka en el quiosco que siempre será de Isidro aunque no exista.

Poco a poco los pasos nos fueron llevando algo más allá; nos acercó a Alfonso X, conocido por El Sabio, entre fragancias de azahares y moliendas de pimentón que llegaban desde los huertos lindantes del Arco de la Aurora y de la Puerta Nueva, allí donde la huerta y la ciudad se unían en apretado abrazo. El bulevar se definió tras la primera Feria de Muestras en el 52 y, entre fuentes decorativas, zapatos sucios por el polvo y esculturas de diosas mitológicas los días transcurrían luminosos y tranquilos, propios de bachilleres elementales enamoradizos, por no describirlos en estado de celo. Mirando sin ver, admirábamos las cúpulas de iglesias y conventos, últimos retazos de una Murcia vieja y provinciana que se marchaba. Pero los ojos se dirigían bien abiertos hacia las chiquillas de Jesús y María, que por querencia iniciaban sus primeros coqueteos puestas de faldas plisadas, calcetas blancas y diademas de terciopelo en el cabello.



Cual huevo frito, estaba plantado, en la zona central de la avenida, el quiosco Café-Bar Gran Vía, rodeado de pesadas sillas y mesas de la acreditada marca murciana Blaymar, pintado su metal en rojos, verdes y amarillos, abundando en el color de la primavera que se percibía en la sangre y en las varas jóvenes de los plataneros y en el pica-pica que el viento, como recuerdo permanente hace volar hacia aquí y hacia allá.

Café-Bar pollitas van… escribió algún tuno como letra a sus canciones hace mucho tiempo, tanto que ya ni me acuerdo. Los políticos, en los tiempos nuevos nunca cesaron de hablar y sobre todo de buscar nuestro “hecho diferencial”, frase hortera y petulante, cuando al pasar por la también llamada “Pecera”, se siente la envidia profunda de quienes “espatarragados” delante de una caña fría y de unas rosáceas quisquillas, saben marcar la diferencia entre la buena vida y el sin vivir al sol de una Murcia cercana a la primavera.

Ya no se venden los langostinos del Mar Menor en cartuchos, como decía el hoy pasivo Pedrín, ni el flequillo nos llega a las cejas como recordaba el hoy pensionista Pepito. La vida y la muerte están en la tertulia de la barra, en primavera más que nunca, en forma de comentario, de añoranza de quien se fue o de quien está a punto de irse.

Las muchachas en flor cuentan la edad por abriles. Es la sinfonía primaveral, cuando el verde comienza a poblar con decisión huertas y jardines, es cuando a mí se me ocurre ponerme “chungo” y recordar años de carnes prietas y las horas de sol en la terraza del Café-Bar, que es lo mismo que decir que soy un tonto de los muchos que dieron el sobrenombre a tan regio y versado paseo.

Las quisquillas me miran con cierto patetismo al recordar el carrito tirado por un borrico que daba vueltas y vueltas cargado de críos (dio una vuelta tan larga que nunca más volvió). La luz de mediodía sigue siendo demasiado azul, lo que no impide mirar hacia arriba e imaginar la voz de Antonio Machín cantando Espérame en el cielo, dar una calada al Winston pensando que uno sigue vivo y pedir con resignada melancolía la cuenta una vez más.

Murcia en primavera, sigue siendo un pecado, una estación que el almanaque presta a la poesía; y la poesía la devuelve echada a perder de narcisismos y petulancias absurdas en triste competencia con la maravillosa puntualidad de la naturaleza.

 

Miguel López-Guzmán

Periodista y escritor

 






 


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