Era una construcción típica de finales de los cincuenta del siglo pasado. Un piso enorme bien iluminado y mejor orientado. Una vivienda de largo pasillo al que se accedía desde el soleado recibidor. Cuadros de grandes pintores con marcos sencillos decoraban la entrada ocultando las paredes. El pasillo en forma de “L” distribuía las amplias estancias a izquierda y derecha del mismo, Superado el primer tramo, a la izquierda estaba situada la cocina, cuya encimera quedaba ajustada al marco de la puerta de acceso a la misma. Así, cuando uno llegaba, se veía obligado a mirar al hogar debido a la luz que penetraba por el enorme patio interior.
Fueron muchos años, los de colegio, los de universidad y posteriores; día a día, hora tras hora la existencia transcurrió entre aquellas paredes. Momentos amargos y felices encontraron en aquel decorado un escenario para el gran teatro de la vida de lo que fue aquella familia de la llamada y sufrida clase media.
No logro recordar como se inició lo que trato de narrar, pero sí les diré que se pierde en la memoria. La llegada a casa a mediodía o a la hora de la cena, encontró en aquel pequeño detalle, una muestra de lo que fue la entrañable vida familiar y el amor maternal. Cada vez que llegaba a casa, justo al término de la encimera citada, encontraba un plato con la galguería más deseada. Un cebo, el mismo que evitaba el manotazo cuando el hambre acuciaba y uno quería meter mano a la fuente con patatas fritas que se freían. Aromas de hogar adornaban el momento. El cebo, siempre dispuesto por quien me mimaba. Allí, al borde de la encimera, en su linde con el pasillo que llevaba a mi habitación, aparecía como por arte magia un solitario y modesto plato con dos o tres croquetas recién hechas, al otro día serían unos buenos boquerones abiertos y rebozados, el cogollo de una lechuga, o el de una coliflor; una hueva bien rebozada y frita, unos boniatos en dulce… todos aquellos caprichos que las manos primorosas de una madre confeccionaban como buena conocedora de quien los degustaba. Eran un bocado para tapar el hambre de la larga mañana, una tapa antes de la comida del día que siempre tuvieron sabor a gloria.
La cazadora cazada. Aquel fue un día distinto. Allí estaba el plato, quieto y solo. Nadie lo tocó ni lo probó. La cazadora trajinaba frente a la lumbre y le sorprendió que no diera cuenta de las dos albóndigas de bacalao, con su perejil y sus piñones, que proclamaban por imagen y aroma un ¡cómeme!. La miré, me miró y le dije: toma, mamá. Sí, le dí aquel sobre de color azul que abrió rápidamente. Contenía treinta billetes de mil pesetas, mientras lo miraba y antes de que dijera algo, le espeté: “Cómprate lo que quieras con ése dinero, es mi primer sueldo y quiero que te los gastes en ti” Tomé las albóndigas y escapé raudo antes de escuchar lo que ya sabía que ella iba a decir…
Al día siguiente, en mi cuarto, sobre la cama, y ante la mirada atónita de Raquel Welch en bikini, cuyo póster presidía mi dormitorio, encontré toda una colección de calzoncillos, pañuelos, pijamas, calcetines, colonias, desodorantes, camisas y todo aquello que las madres consideran que le hace falta a un hijo para estar presentable. También estaba el sobre con las treinta mil pesetas intacto.
Sí, lo recuerdo como si fuera hoy, aunque ya nunca encuentre aquel plato que como por arte de magia aparecía en el borde de la encimera de la cocina al llegar cada día. Pequeños detalles, imperceptibles que nos hacen felices sin darnos cuenta hasta que el tiempo se los lleva.
Miguel López-Guzmán
Periodista, escritor y pintor