Y es que visitar un restaurante por primera vez sin otra referencia que la del boca a boca puede llevar consigo ciertas sorpresas, un melón por descubrir, ya que la comida a degustar igual puede convertirse en un gran evento para recordar por su exquisitez gastronómica, por lo bien presentado, por el trato o sus vinos, o un fracaso indigesto para el estómago y bolsillo del más pintado, sin olvidar que algunas veces hasta es posible que ello lleve aparejada la visitar urgente al señor Roca, que paradójicamente casi siempre está al fondo a la derecha.
Pero no, amigos y amigas, no fue así, gracias a esos pequeños, pero grandes dioses de la cocina, y nos estamos refiriendo a los dioses terrenales, en nada al Dios bíblico, al más Grande y sonoro como fue Jesús de Nazaret, que con cinco panes y dos peces fue capaz de saciar el apetito a más de cinco mil comensales en el desierto de Canaán, además de sobrarle quince canasta llenas de pan y peces para saciar el apetitito a otros ciento de personas.
¡No, no!, nos estamos refiriendo a esos dioses terrenales de la cocina que te alegran el día; a esos dioses terrenales que, a la altura de la vida en la que algunos estamos situados, lo digo por la edad, todavía son capaces de sorprenderte con un tipo de arroz de pódium, de diez, tal y como fue el arroz que tuve el placer de degustar hace unos días en el restaurante Club Náutico Dos Mares, de La Manga del Mar Menor; un plato que, sinceramente, consiguió rebasar la barrera de alimento físico para introducirse en el sutil terreno de mi espiritualidad gastronómica. Un sencillo arroz, si a los componentes no atenemos, que aun presintiendo su calidad, sobre todo por el entorno maravilloso del Mar Menor donde se celebró la sublime comida familiar, en modo alguno podía imaginar la grandeza que obtendría el arroz con secreto ibérico, boletus y ajos tiernos.
Y llegó la hora, la fastuosa presentación de la paella ante los comensales. Cual artística verónica del maestro Curro Romero, revoloteaba sobre la pellera el oloroso humillo que desprendía su contenido, poco después se confirmó la obra, el tronío en cada cucharada que transportaba el manjar a bocas ansiosas.
Y es que hablar de arroces, en su enorme variedad de acompañamientos, clases y gustos, colores y sabores, teniendo en cuenta que a uno le gusta el arroz como le gusta del cerdo hasta los andares, pensaba que en cuestiones de arroces estaba curado tanto de espanto y pamplinas como de sorpresas culinarias. Pero no, ¡les juro que no fue así! Por lo visto me quedaba una sorpresa por estrenar… una gratísima sorpresa en mi haber y muchos manjares por degustar, y es que el arroz que el cocinero Cristián, del Club Náutico Dos Mares, La Manga del Mar Menor se marco, era precisamente de eso, de agradable sorpresa, de inmaculada sorpresa; ¡Vamos!, para enmarcarlo con orla de oro en el libro Guinness del placer gastronómico. Y el caso era que, analizados los componentes con los que te tropezabas en cada cucharada, previamente barruntados al haberlos leído en la carta, en modo alguno eran inalcanzables: ni por precio ni por logística; o sea, podía decirse que estaban al alcance de cualquiera cocinillas que se lo propusiera… Claro, lo que no está al alcance de cualquier cocinillas, yo diría de poquísimos cocineros por muy estrellado de Michelin que sea, es el mimo y el arte en sus variadísimas concepciones del buen hacer, y por tanto pienso que en mundo de la gastronomía, como en cualquier otro mundo, como dicen en la ingeniosa tierra andaluza, todo el mundo no tiene ese ángel necesario; esa gracia, con letras mayúsculas, que se necesita para la realización de un cometido, y el cocinero Cristian, a tenor del arroz, ya digo, que se marco, tenía conocimiento y gracia para alcanzar cotas de renombre universal en el exclusivo mundo de la gastronomía.
Pascual Fernández Espín
Escritor y tertuliano político en radio y televisión