Fue cuando los yanquis nos regalaban leche en polvo y queso “americano” en los colegios para evitar el raquitismo. Nos dejaron fuera del Plan Marshall y se dieron cuenta de que Franco tenía razón en aquellos años de la Guerra Fría; cuando el Telón de Acero dividía a Europa, por eso y por las bases nos lo daban entre otras cosas. A Berlanga y su Bienvenido Mr. Marshall la censura los miraba con lupa no fuera que el amigo americano se enfadara. Entonces nadie pensaba en los veraneos y ni siquiera se soñaba con el progreso y desarrollo español tras el aislamiento internacional.
Por aquellos años lo importante era llenar la olla y que los chiquillos no fueran unos canijos. A las generaciones de finales de los cincuenta, en la mesa, no les estaba permitido dejar ni una miga de pan en el plato y las abuelas nos atiborraban con chuscos de aceite y azúcar; se mojaba el pan en vino, y el jarabe de calcio, antes de las comidas, lo daban para favorecer el crecimiento de las criaturas.
Las ganas de comer estaban servidas, tanto, que incluso la copla se hacía eco de aquel zurrir de tripas con canciones como «Tengo una vaca lechera, que da leche merengada, tolón tolón…». A Pepe Blanco se le hacía la boca agua cuando cantaba Cocidito Madrileño, y qué decir de Antonio Molina que se atrevió con varios platos, incluido el arroz con habichuelas o con fideos al cantar «Cocinero, Cocinero…».
A Joselito los jerseys le estaban pequeños (cosa harto difícil, pues era todo voz y cabeza); Carpanta desde sus viñetas de Pulgarcito hacía soñar con pollos asados y jamones, al igual que Goliath (el amigo de Trueno) con los chuletones de Ávila siempre en la mano mientras repartía mandobles a diestro y siniestro.
Entonces teníamos menos calor y no pensábamos tanto en las vacaciones.