Hace más de una década que cerró sus puertas y aún lo seguimos recordando. El restaurante-parador de El Niño, en Molina de Segura, fue, durante tantos años, lugar de muchas de nuestras celebraciones familiares. A mi abuela María, una mujer que apenas pisaba la calle, la visita periódica a ese establecimiento era casi obligada.
Yo lo frecuenté desde crío. Pasados los años, aún recuerdo los nombres de propietarios y camareros: Antonio, Luciano, Felipe, Pepe… Ir a ese lugar, entrar en su comedor, con aquellas lámparas setenteras que colgaban del techo, comenzar mi hermano y yo por devorar los panecillos, pedir luego su increíble ensaladilla rusa, un caldo con pelota, una paletilla de cordero y, de postre, un pijama. Este último reclamo de la carta era de lo más espectacular: te soltaban en un mismo plato y como colofón a una suculenta comida, un flan, un helado, una rodaja de piña, melocotón en almíbar y no sé si me dejo algo en el tintero. En fin, todo muy ‘light’, que dirían los finos.
La puesta en marcha de la autovía, que evitaba la nacional 301 circundando Molina, y la crisis económica de 2008 dieron el hachazo definitivo a El Niño. Sus trabajadores dejaron de cobrar las nóminas, se declararon en huelga y el negocio acabó por echar la persiana.
Ahora, cuando de camino a mi pueblo paso por su puerta y la veo tabicada para evitar la entrada de eso que se da en llamar ‘ocupas’, no puedo por menos que volver la mirada al ayer y recordar cuanto de bueno nos pasó allí y lo felices que fuimos con aquella gente, entre sus blancos e impolutos manteles y servilletas, sus fornidas mesas de madera y sus sillas de soga. Y echar de menos a los que se ausentaron para siempre.
Por Manuel Segura Verdú
Padre, periodista de RTVE en Murcia y del Athletic.