El antiguo edificio monacal se eleva en la sombra de la nocturnidad medrosa. Los cipreses del huerto dominan con sus melancólicas cúspides los tapiales…
Donde estuvo, está.
Por dónde anduvo, anda.
Más fuerte que los tiempos, dura a través de los siglos, y se eterniza en el lapso de los días. Es aquel caballero de la aventura que desveló a tantos poetas y que entró en el jardín de las artes por la vieja puerta de los jazmines, la de herrumbrosa verja que sólo se abre para darle paso a él.
Como en el palacio del Califa cordobés, el de Medina-Azara, había una misteriosa portezuela de marfil que solo giraba sobre sus goznes cuando entraba una doncella elegida por el señor para endulzar sus horas de tedio, así esa verja está reservada al galán esperado, el paladín del amor, cuando se digna él penetrar en el recinto. Ya era éste la casa solariega de altivo noble, ya era casa de Dios. Duquesas, monjas, todo era lo mismo para las empresas del que, por estar enamorado del ideal, no encontraba nunca en mujer alguna el dechado de sus deseos. La vulgar observación une la idea de Don Juan y la de la inconstancia. error absoluto, ese es el único hombre que no ha sido tornadizo en sus quereres. Perseguía, a través de los corazones femeninos, un corazón. No lo encontraba, y seguía buscando. No se llamará veleidoso al minero que, no hallando en esta tierra la mina de oro, va más allá, y continúa su viaje explorador. Don Juan es el minero de la felicidad amorosa que elude lo que no corresponde con sus anhelos.
Don Juan va seguido de Ciutti, No se concibe al caballero sin el servidor. Éste enamora a las criadas mientras su amo seduce a las señoras. Si hay que pelear, pelea; si hay que comprar la fidelidad de la dueña o del rodrigón, él sabe abrir la bolsa, repleta siempre de oro, porque como dijo Campoamor:
«En guerra y en amor es lo primero el dinero, el dinero y el dinero.»
Aparece Don Juan, aparece Julio Navarro y el cuadro surge.
Como siempre, la poética vulgaridad se repite. Ayer, mañana. Nada nuevo. Es así y no ha de ser dentro modo. Rimarán los vates con estilo diverso para narrar la escena, pero ésta será eternamente igual. Don Juan avanza. Ciutti va un poco más lejos. Por allá estarán emboscados los asalariados servidores dispuestos a caer sobre la ronda, si ésta osa interrumpir el idilio. Y los seculares cipreses que han presenciado tantas veces el cuadro, sentirán pasar por las aristas de su ramaje un soplo de primavera… El viejo mundo sonríe contento de que su hijo predilecto, una vez más, vuelva tan bello y tan desleal.
A mi buen amigo Julio Navarro.
Miguel López-Guzmán
Periodista, escritor y pintor