Hay gente que vive la vida y otra que se bebe la vida. Él era de estos últimos. Nos conocimos en Radiocadena, en Murcia, al inicio de la mágica década de los ochenta. Quién nos iba a decir que al final de la misma nos reencontraríamos, a casi 500 kilómetros de distancia de nuestro origen, en tierras bajoaragonesas. Allí confluimos en 1989 tres murcianos -él, Juan Carlos Martínez Vera y yo- dispuestos a comernos el mundo o a que el mundo nos comiera a nosotros. Menudo trío. Trabajábamos duro en aquella radio pública, disfrutábamos con ello y, a la vez, nos divertíamos dentro y fuera de la emisora.
En ocasiones, hicimos cosas que traspasaban las barreras de lo que era una radio local porque, a lo mejor, esta se nos quedaba pequeña casi sin darnos cuenta. De aquella emisora comarcal de RNE salió una pléyade de hombres y mujeres, casi todos muy válidos profesionales, hoy ubicados en puestos destacados de la prensa y la radio e incluso alguno también en el mundo de la política.
Joaquín Alix Mora, ‘Pipo’ para los que lo quisimos, era ya un encantador de serpientes en las ondas alcañizanas, entre las que se desenvolvía como pez en el agua. Dominaba el mundo de la música como el domador del circo y daba entrada a las llamadas de la audiencia con la destreza del torero y la habilidad del prestidigitador. Las normas, los formalismos y la disciplina siempre fueron un tanto incompatibles con su forma de ser, por lo que en muchas ocasiones tuvimos que pasar por alto sus evasivas excentricidades. Allí vivimos momentos dulces y alegres, con la intensidad que solo otorga la insultante juventud de la que disfrutábamos, pero también algún que otro instante amargo, e incluso trágico, que difícilmente olvidaremos. Luego nuestros caminos se separaron. Él acabó ostentando una responsabilidad en el área comercial de TVE y yo hice lo que pude en las que, con carácter propio del oficio, me asignaron en la casa como el contador de historias que siempre he pretendido ser.
Este viernes, mientras caminaba cerca de la playa haciendo ejercicio, Joaquín comenzó a encontrarse mal. Se sentó en un banco fatigado y ahí se quedó. Un infarto fulminante. Parece que ese suele ser el sino de algunos seres predeterminados que, con sus virtudes y defectos, pasan por nuestra vida dejando un cierto poso: cuando ya no pueden más, es como si el corazón les estallara. Una de sus máximas solía ser algo parecido al no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, como recordaba en el tanatorio uno de sus hermanos. Su padre, veterano también del oficio radiofónico, me dio una lección de entereza cuando emocionado acudí a darle el pésame, al ser este ya el segundo descendiente al que ha de enterrar: “Esto es muy duro. Más aún a nuestra edad. Pero hay que seguir, Manolo. Por los hijos que quedan y por los nietos”. Y me relató, a modo de lamento hacia ellas, la frialdad que muchas veces emplean las autoridades a la hora de comunicar a una familia la noticia que implica la pérdida de un ser querido, acaecida en la distancia.
Es en momentos como ese, cuando parte del grupo de amigos de aquellos felices ochenta coincidimos en el tanatorio para despedirlo, en los que nos damos cuenta de que nos vamos haciendo mayores. Que ya no somos aquellos chavales impetuosos que vivían por y para la radio, soñando con un mañana aventurero e idílico mientras surcaban las ondas. ‘Pipo’ se nos ha ido muy pronto, con tan solo 57 años, una edad temprana para emprender ese tipo de viajes. Él, que siempre conservó una especie de halo juvenil que le permitía compartir aquella máxima de que en el fondo de todos nosotros, siempre tenemos la misma edad. Reparé este sábado en lo injusto que puede llegar a ser el destino en ocasiones. Y en que, ahora, solo puedo desearle paz en su descanso al amigo.