Con el paso de los años la muerte va adquiriendo especial protagonismo y se acepta tan fatal destino con temerosa resignación. Sentimiento muy diferente a los tiempos de juventud, cuando el vigor y la fuerza de la sangre imponen sus inexpertos designios haciéndonos huir de los malos presagios que desde la cuna acechan.
Nacer es comenzar a morir, dijo alguno, y es ahora, en vísperas de Todos los Santos, cuando el aroma a crisantemos y nardos inunda los cementerios, la reflexión y el temor a lo desconocido se hacen patentes.
Lápidas, sepulcros y epitafios nos llaman en la visita a los camposantos con morbosa curiosidad: “Lo que tú eres yo fui. Lo que yo soy tú serás”, rezaba en la losa a la sombra severa del ciprés. «A las Ánimas benditas no te pese hacerles bien, sabe Dios si mañana, tú serás ánima también” dice la piedra en la capilla de las Ánimas en la iglesia de San Bartolomé. Y el helor del miedo al leer el mensaje por estos días, se mete por los pies y llega hasta el alma. Las imágenes de los afectos y amigos muertos vistiendo la mortaja en el ataúd se agolpan en la memoria y se llega a sentir el frío cadavérico, el rigor mortis, de quienes compartieron vida y sonrisas en días felices. Vuelve el olor intenso y fresco del barniz que cubría el féretro que los acogió en su viaje hacia lo infinito en el día de su entierro. Cirios y velas iluminan las sombras junto a retratos que el tiempo hace palidecer; y uno, los mira, y con la mirada, acude la congoja a la imaginación que nos hace ver nuestra propia muerte y nos hace preguntarnos el cómo, el porqué y el cuando…
Con noviembre vuelve la Eterna Rondadora, la que a todos y a todas horas, en cada minuto y en cada segundo, al igual que un libertino y deseoso Don Juan, nos acecha.
Los dulces “huesos de santo” ponen la nota vital y golosa, otro recordatorio banal de la humana insignificancia que como los ritos fúnebres acompañan al hombre desde que es hombre. Mientras, en el teatro Romea y gracias a Julio Navarro y a la compañía “Cecilio Pineda” se revive y se percibe el óxido del viejo hierro de las verjas de los panteones; se siente el gélido mármol y el húmedo vaho que desprende la tierra horadada; fosa que acoge mitos, ilusiones y penas de unos pobres huesos, despojos de una vida, que por serlo, deparó en muerte, la que a todos mide con el mismo rasero y a todos iguala; tumba de vanidades y frustraciones.
Los cementerios se llenan de flores, de oraciones y también de olvidos. Siempre quedará una luminosa rendija de esperanza bajo los crucifijos, el que nos aparta de un viaje a ningún lugar, a la nada. Y el día de Difuntos con el Tenorio en los escenarios, entre estocadas de acero toledano y besos furtivos, volveré a encender una lamparilla, una mariposa de luz tenue que alumbre el recuerdo de los muertos sin recuerdo y quizás algún alma en pena se pose sobre la inexistente almohada y pueda descansar en la paz de los siglos.
Mañana estaremos de nuevo en noviembre, el que nos hace suspirar ante la muerte, el que nos hace suspirar ante Don Juan y preguntarme: ¿Estaré vivo mañana?.
Miguel López-Guzmán
Periodista y escritor
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