Será por la resaca post Covid y el consumismo a destajo que parecen haber dejado sus secuelas, pero hoy día, donde la inflación va sin frenos y el cambiante costo de la vida queda muy bien reflejada en una de las muchas perla populares de Chiquito de la Calzada: “te mueves más que los precios”, como no reserves mesa con antelación, así, a bote pronto, los fines de semana es misión casi imposible encontrar un restaurante medio decente donde poder comer. Y el otro día fue uno de ellos. Menos mal que unos amigos habían reservado mesa en el Ventorrillo Casa Paco; en el Niño de Mula.
Aun con las mejores referencias, cada vez para los escépticos se está haciendo más difícil intentar comer en un restaurante a ciegas y que gracias a su conjunto: servicio y viandas, salir totalmente iluminado de optimismo y sabor. Pero miren ustedes por donde el otro día sucedió el milagro.
El Ventorrillo Casa Paco es un restaurante con ochenta años de historia a sus espaldas. Casi “na”. Posiblemente uno de los restaurantes más longevos de todos los ubicados a la vera de la RM-15, Autovía que une la capital murciana con el Noroeste-Río Mula de la región. El restaurante lo regenta Paco, nieto de su fundador. O lo que es lo mismo, en tercera generación. El templo gastronómico de Paco es un restaurante sin grandes pretensiones escénicas, él lo tienen claro, allí se va a comer, no a lucir modelito. Eso sí, la estancia en el local brilla por su atención amabilísima y buen hacer, teniendo como bandera la rapidez y eficacia.
Y comenzaron a llegar las viandas, la mayoría de ellas recomendaciones del propio camarero. Primera sorpresa: un magnifico suvenir gastronómico de los que marcan época entre las glándulas gustativas más exigentes, pulpo a la brasa, Riquísimo. Anterior a ese día yo mismo era de la opinión de que, como otras veces me había sucedido, mis castigados molares fuesen capaces de triturar la textura del Octopus de marras, pero en explicaciones del camarero, eso sí, pocas, supongo que para salvaguardar la receta mágica, parece ser que al pulpo primero le da una cocción ligera y luego se remata en las brasas. Ya digo, buenísimo. Y así con todos los entrantes hasta que llegó la hora del plato fuerte. Como es lo habitual, todos los allí presentes comenzaron a tirar de carta, aunque algunos nos dejamos llevar de nuevo por las recomendaciones del propio camarero. Una retahíla de exquisiteces de campo y mar comenzaron a salir por su boca, pero al tiempo en que el camarero nos recitaba el gran poemario de platos, de la mesa de al lado nos llegó la mejor de las recomendaciones posibles que le puede llegar a un comensal con dudas, un suspiro atragantado.
Y digo suspiro atragantado, porque visto de frente y perfil, la boca de mi vecino, a dos carrillos y pelota en medio, la tenía totalmente ocupada. Era tal su glotonería, tratando de deglutir la comida y los tacos almacenados a la entrada de la glotis, que el muy zampón, para no perder ritmo, cada poco lubricaba las tragaderas con abundantes tragos de vino tinto, Tesoro de Bullas, para más señas.
Y por fin, cuando pudo dejar espacio para las palabras, con lágrimas en los ojos soltó a su compañera de mesa un encendido aleluya hacia la Carrillera al Horno. “¡Ouggg! De aquí al cielo”. Exclamó, todo eufórico. No hicieron falta más recomendaciones, de inmediato me apresure a pedir el manjar que al comensal, rechoncho y de mejillas coloradas, le había arrebatado. Carrillera al horno. Sí señoras y señores, así de simple. Bueno, así de simple no, ya que llegado el momento, cuando el primer trozo de carrillera al horno señoreó mí paladar, me hizo suyo para toda la vida. No sé a ustedes, pero yo me imagino al desaparecido Jesús Quintero, el del Perro Verde, la encarnación divina de la prosa en la tierra, si le hubiese correspondido disfrutar de semejante manjar de dioses, y éste, con su pelo anillado y flor en la palabra, hubiese tenido que verbalizar la serie de adjetivos que le venían a la cabeza conforme el sabor de los trozos de carrillera explosionaba en su boca: delicioso, exquisito, deleitable…y para qué seguir. Luego llegaron los postres: más exquisiteces para cualquier comensal, tanto de servilleta de papel como de fina seda asiática, ya que es muy seguro que éste no se dejarse arrebatar por un arroz con leche casero, una tarta de la abuela o, en todo caso, por el resto de carta de postres. La mayoría de ellos con el toque especial del cocinero o repostero del Ventorrillo Casa Paco.
Al final, ahítos por las excelencias servidas, cómo nos vería el camarero que, con la finalidad de dar movimiento a comida y licores, nos recomendó mover la endorga mediante un paseo hasta la vecina Ermita del Niño de Balate. Una ermita del siglo XVII construida tras la leyenda milagrosa sobre la aparición de El Niño Jesús al pastor Pedro Botía, vecino del lugar.
Lo dicho, un día para enmarcar.
Pascual Fernández Espín
Escritor y tertuliano político en radio y televisión